Si estás estudiando hoy en el colegio, él quizás haya usado la misma aula que vos estás ocupando ahora, en el 2.021. Si sos ex alumno, tal vez haya pasado por alguna de las varias que te cobijaron. Lo que es seguro es él y vos han estado en la misma capilla, en el mismo hall de entrada.

“Él”, Enrique Shaw, era un hombre santo. Es –en presente–, porque personas como él, santas, siguen existiendo, siguen actuando, inspirando. Le falta un par de milagros para ser considerado oficialmente eso, para poder ser dibujado con una aureola en las estampitas. Pero a la vida de santo la hizo. Vivió “en grado heroico las virtudes cristianas”, que es la condición que se pide. No es necesariamente morir mártir. Alcanza ser bueno en serio: ayudar a la gente, confiarse a Dios, ser honesto, trabajar. Soportar los golpes y seguir siendo bueno. Bueno a fondo. ¿Difícil? Y sí. Muy. ¿Imposible? Claro que no.

A Enrique la vida lo golpeó temprano: a los 4 años se quedó sin mamá. Había nacido en París, donde trabajaba su papá. No lo trajo a Buenos Aires la cigüeña, sino sus padres, Alejandro Shaw y Sara Tornquist, que lo anotaron como argentino al llegar. En barco: era el año 1.921. El Colegio De La Salle de Buenos Aires había sido fundado hacía tres décadas. Y en él lo inscribió su papá, que era agnóstico (no afirmaba la existencia de Dios) pero que cumplió el pedido de su señora de educar a Enrique en la fe. El chico salió muy creyente; en los recreos se iba a la capilla a rezar un rato. Y muy estudioso: era brillante como alumno. Le gustaba mucho leer.

Otra diferencia que tenía con su padre, que lo quería a cargo de las empresas familiares, era su vocación: a los 14 años Enrique ingresó a la Escuela Naval Militar Río Santiago. Fue el cadete más joven y, también, excelente estudiante. Tan fuerte era su fe que no le importaba que algunos compañeros se burlaran: él rezaba arrodillado tres avemarías antes de dormirse. Pero esa vocación castrense tuvo una amenaza cuando a los 18 años, de casualidad, Enrique leyó un libro sobre doctrina social de la Iglesia

A los 19 encontró a la mujer de su vida, Cecilia Bunge, también muy devota y huérfana de madre. Se casaron cuando don Shaw andaba por los 22 años, en octubre del ’43. Y vaya puntería: al año siguiente el marino estaba embarcado cuando nació su primer hijo. La Armada Argentina lo envió a estudiar meteorología en una universidad de Chicago, y un año más tarde, justo el día en que terminó la segunda guerra mundial, Enrique pidió la baja de la fuerza y devolvió la plata de los pasajes. A esa altura ya tironeaba fuerte lo de la doctrina social, y él quería hacer un apostolado entre los obreros. Charló con un sacerdote, pero éste le vio condiciones como para ser misionero del otro lado del mostrador: como empresario.

Shaw hizo una pasantía, también en Estados Unidos, en Corning Glass Works, una empresa de Nueva York, la ciudad donde nació la segunda de sus hijos. Cuando volvió a Argentina se instaló en Cristalerías Rigolleau, que aún hoy está en Berazategui, sur del conurbano. Fue subiendo en el organigrama,a gerente, a director delegado. Pero eso no lo alejó de los operarios. Pasaba a saludarlos, les preguntaba cómo estaban, cómo andaban sus familiares.

El trabajo no le impedía hacer lo mismo con los suyos. Su propia familia crecía y crecía, a tal punto que Enrique y Cecilia tuvieron nueve hijos. Él llegaba sonriente de su empleo y preguntaba a cada uno como había sido su día. Pocas veces se enojaba, y lo hacía con razón. Y si sentía que se había excedido en el reto, después se disculpaba. Hasta era austero: “lo necesario, sí, pero no cosas superfluas”, pensaba. Shaw progresaba en virtudes de emprendedor y dirigenciales. El obispado de Buenos Aires le encargó en el año 1.948 organizar la provisión de ayuda a la Europa de la postguerra desde la todavía “rica” Argentina. Él consiguió donaciones de empresarios y envió asistencia material a ese continente destruido por las bombas y los odios pero dispuesto a renacer.

Inquieto, Enrique propició la creación de la Asociación Cristiana de Dirigentes de Empresa (ACDE), fundada en el ’52 y que al día de hoy promueve en el mundo de los hombres de negocios los valores de Jesús y sus enseñanzas. De él, de María, de la eucaristía hablaba Shaw en sus conferencias, en Argentina y en otros países.

Como a Cristo, le tocó padecer una detención. le tocó padecer una detención. El sereno Enrique Shaw estuvo once días preso por “perturbación del orden público”. Era vocal de Acción Católica Argentina y en ese atribulado 1.955 el gobierno nacional estaba muy enfrentado con la Iglesia.

En fin. Entre las muchas organizaciones que integró, como Movimiento Familiar Cristiano, y que contribuyó a fundar, como ACDE, está Universidad Católica Argentina. Él entendía que el trabajo era un medio para lograr la santidad. De todos, no solamente la propia. Sus buenos modales, su capacidad de diálogo, su empatía lo hicieron un perfecto intermediario entre la patronal y los empleados, a pesar de que él era parte de la primera. Una vez, cuando los accionistas de Rigolleau decidieron cerrar su carpintería por una cuestión de costos, él ideó una forma de que los obreros no quedaran sin trabajo: acordó los términos del despido de tal manera que les otorgó un préstamo para que formaran una cooperativa, los ayudó a comprar un terreno frente a la fábrica y les aseguró la exclusividad en la provisión de cajones y pallets. Así salieron ganando todos: la cristalería y los nuevos cooperativistas.

En el año 1957 le fue detectado un cáncer. ¿Freno a todo? Qué va: Enrique siguió adelante como si eso no existiera. Trabajando, mediando, ayudando, empujando. En el ’61, cuando ya estaba bastante enfermo, afrontó una situación brava. Corning Glass Works era dueña mayoritaria de Rigolleau y decidió despedir a 1.200 de sus 4.000 empleados a raíz de una pronunciada baja en las ventas. Lo cortés de Shaw no quitaba lo valiente: advirtió que si se echaba a algún trabajador, él renunciaría. Nada fácil, siendo el sostén principal de una familia de nueve hijos.

Viajó a Nueva York para explicar que la crisis se trataba de una situación provisoria, que los ingresos aumentarían. Sabía el hombre: en efecto, las ventas se recuperaron y el argentino fue felicitado por la directiva estadounidense. Por algo lo querían los operarios. Cuando necesitó una gran transfusión de sangre, más de 200 se presentaron para donar. Su patrón les agradeció en un encuentro en un 9 de julio, diciéndoles que por sus venas corría la misma sangre que por las de ellos. Al mes siguiente, el 27 de agosto del 1.962, tuvo en su lecho de muerte la lucidez de confiarle al sacerdote Manuel Moledo frases como éstas:

  • “A las grandes dificultades no las producen las cosas, sino que las producen los hombres. Una buena inteligencia entre los hombres, la buena fe, la comprensión, la rectitud de intención pueden resolver todos los problemas”.
  • “Mi situación no es la de Cristo todavía, porque aunque yo no sabía que podía haber dolores así, a mí me rodean los amigos y a él lo abandonaron. Yo tengo esto en mi favor. Una buena idea, padre: ofrecer este cansancio por todos los que no se cansan de pecar”.

Paradójicamente, aquella jornada lo encontró radiante de ánimo. Alejandro, su papá, había vuelto a comulgar al cabo de 26 años. “Hoy es el día más feliz de mi vida. Y este pobre cuerpo mío es donde Dios ha librado una batalla por la conquista del alma de mi padre”, dijo Enrique. Su cuerpo, el escenario de esa batalla y de muchas otras, se apagó a los 41 años. Ganó todas menos ésa. Pero no hacía falta esa victoria para que Enrique Ernesto Shaw fuera un santo.

En esas cuatro décadas y monedas hizo tantas cosas trascendentes que es imposible contarlas en este espacio. No por nada más de 400 personas dieron testimonio en la causa de canonización que se inició en el ’96, que en el 2.001 lo consagró siervo de Dios (primero de los cuatro pasos hasta la santidad) y que en abril de este año, el del centenario de su nacimiento, lo llevó a venerable (segunda etapa). Sus méritos extraordinarios están comprobadísimos; resta la “formalidad” de los milagros para que termine de ascender esa escalera: uno para ser beato, y uno más para convertirse en el primer santo empresario de la Iglesia Católica. A casi veinte siglos de su fundación.

La obra lasallana tiene muchos santos en su historia. Desde el fundador, Jean-Baptiste De La Salle, canonizado por León XIII recién en el 1.900 (181 años después de su muerte), 14 lasallanos llegaron a los altares más altos del cielo. Nuestro Héctor Valdivielso Sáez, mártir de Turón, es el primer santo argentino, aunque vivió en España 21 de sus 24 años. Todavía no tenemos uno que haya pasado por Riobamba 650 y lleve la palabra “san” antes de su nombre. Enrique Shaw está muy bien encaminado para ser el primero.

Falta solamente que apruebe dos materias más. Una curación que la ciencia no pueda explicar; un embarazo imposible que de hecho suceda… Por lo pronto, ya se presentó el caso de un niño que, pateado por un caballo, se sanó cuando todo indicaba que viviría poco tiempo más, y al que sus padres encomendaron a Enrique Shaw. Así que si tenés alguna intención muy loable que parece incumplible, rezale a este lasallano. Quizás envíe alguna de esas pruebas que “le quedan” y vos pases a ser parte de la historia del primer santo surgido de nuestras aulas, de Riobamba 650.


Una nota de Xavier Prieto Astigarraga para Indivisa Manent, la revista de la Asociación de Ex Alumnos del Colegio De La Salle, publicada en Julio de 2021.