La sentencia es difícil de olvidar. Y acaso ya incomprobable, pero involucra a un papa argentino y vuelve sobre una discusión de los tiempos de Cristo. Dicen quienes impulsan la canonización de Enrique Shaw, directivo de la cristalería Rigolleau que murió en 1962 y cumpliría 100 años el 26 de este mes, que hubo momentos en que Bergoglio, entonces cardenal, no estaba tan convencido sobre la causa. Y que, al contrario, apaciguaba los ímpetus de los admiradores de Shaw con una ironía: es imposible, decía, que un empresario sea santo.

Literal o no, es indudable que el pensamiento del pontífice cambió. En 2015, en una entrevista con la mexicana Televisa, anticipó: “Estoy llevando adelante la causa de beatificación de un rico empresario argentino, Enrique Shaw, que era rico, pero era santo.” Detrás del “pero” de Bergoglio hay siglos de debate acerca de la relación entre el catolicismo y las riquezas, lo celeste y lo terrestre, lo de Dios y lo del César. ¿Podría saldarlo la elevación a los altares de este ejecutivo considerado ejemplar no sólo por su familia y amigos sino también por sus empleados, que acudieron en masa a donar sangre antes de que muriera de cáncer a los 41 años?

El trámite debe atravesar varias constataciones en Roma. Primero, la comisión ordinaria de obispos y cardenales de la Congregación para la Causa de los Santos tiene que votar y expedirse sobre si Shaw ha ejercido de manera heroica las virtudes que se le endilgan y, si así lo resuelve, emitir un decreto para considerarlo “venerable”. El siguiente paso es hallar un milagro atribuible a su intercesión, que será analizado por médicos y teólogos. En el clero argentino son optimistas. Dicen que la comisión podría expedirse antes de mitad de año y que el supuesto milagro, cuyos detalles mantienen en reserva, ya fue enviado a Roma: es la curación de un chico que sufrió un accidente.

Lo que sí está probado es cómo entusiasma la figura de Shaw a quienes lo conocieron. “Un hombre de enorme coherencia entre lo que decía y hacía -lo recuerda a LA NACION el sindicalista Carlos Custer, de ATE, que trabajó en Rigolleau entre 1956 y 1963 y llegó a delegado de sección-. Aunque alguna vez no hayamos estado de acuerdo, él trataba de escuchar y entender al otro. Recorría los hornos, le preguntaba a cada empleado por la familia y andaba sonriente: seguro tenía mil dificultades, pero nunca perdió la sonrisa”. Es probable que Custer, de 81 años, ex diputado provincial y embajador en el Vaticano entre 2004 y 2007, pueda haber terminado de convencer a Bergoglio, a quien conoce hace años. Él lo niega. “Por lo que hablé, él nunca tuvo ninguna duda en impulsar la causa”, dice.

Shaw interpela también, por contraste, este momento de la Argentina. Le tocó vivir una época de ebullición sindical que no menoscabó la inversión, mayor a la actual en términos de PBI. Quienes lo trataron destacan además su ingenio en las crisis. En su libro La empresa, comunidad de vida y relaciones humanas: el ejemplar caso de Enrique Shaw, Mónica Aranda Baulero recuerda el momento en que los accionistas de Rigolleau resuelven cerrar la carpintería, que hacía pallets y cajones para botellas y encarecía los costos: era más barato comprarles a proveedores externos. Shaw no esquivó la decisión, pero le encontró una vuelta: arregló con los empleados el despido, pero les dio un préstamo para que armaran una cooperativa y los ayudó a comprar un terreno frente a la fábrica. Serían ellos, mediante un contrato de exclusividad, los que venderían cajones y pallets a Rigolleau a precios de mercado. La idea fue un éxito: la planta bajó los costos y los obreros, ya propietarios, mejoraron sus ingresos.

Para llegar a santo, el trámite debe atravesar varias constataciones en Roma

Es cierto que el desvelo de aquellos empresarios por los costos no incluía factores que, con los años, se fueron sumando a la discusión argentina. Gustavo Lazzari, economista y dueño del frigorífico Cárdenas, planteaba el año pasado esta diferencia: “El problema no son los gremios. Dejame que negocie con Moyano y en algún momento nos vamos a entender, pero sacame el pie del Estado con sus 170 impuestos”.

Pero Shaw parece haberse anticipado a ese debate. En 1958, en Mendoza, según consigna el libro Y dominad la Tierra., palabras y escritos de Enrique Shaw, una compilación de Fernán Elizalde, habló así de los sindicatos: “No hay que tenerles fastidio, sino comprensión. Si se quiere la libertad en el campo económico -y hay que quererla- hay que aceptar las condiciones que hagan posible la libertad… Los problemas de las empresas deben ser resueltos por los interesados -patronos y sindicatos- de común acuerdo. De lo contrario los resolverá el Estado y el gran problema del ahora presente, viéndolo en su conjunto, no es cómo defenderse de los sindicatos, sino cómo defenderse del Estado […] La empresa libre sólo puede encontrar seguridad para su desarrollo en una democracia y la democracia no existe donde no hay sindicatos, porque su ausencia provoca tal intervencionismo del Estado que mata la libertad económica y, con ella, la libertad política”.

Era una concepción más que ideológica. Porque Shaw veía en el trabajo la oportunidad de cada empleado de realizarse hacia lo trascendente. Y, a diferencia de muchos creyentes de hoy, incluso sacerdotes y obispos, no disfrazaba su fe de filantropía a la manera de las ONG: hablaba en sus conferencias de Cristo, de la Virgen, de la Eucaristía. Tampoco evitaba palabras hoy resistidas en el ámbito de la justicia laboral como, por ejemplo, productividad. Al contrario: citaba al industrial belga Léon Antoine Beckaert, que decía que el concepto de productividad estaba ya consignado en el evangelio de San Mateo, en la parábola de los talentos. “Todos tienen el deber de hacerlos fructificar al máximo”, parafraseaba Shaw.

Son nociones que, si es canonizado, influirán seguramente en el discurso de la dirigencia argentina, por ahora propensa a buscar el aplauso de los bienpensantes con frases de Bergoglio. Más allá de lo que piense sobre el capitalismo o rol de un empresario, hay una característica de Shaw que puede resultarle atractiva al Pontífice: la austeridad.

“Al encargado de nuestro edificio le llamaba la atención que papá tuviera una Estanciera y no un auto mejor -recuerda Sarah, la segunda de sus nueve hijos-. Él nos decía ‘Lo necesario, sí; pero no cosas superfluas”. Cuenta Sarah que Shaw llegaba todas las noches de la fábrica silbando y recorría las camas para preguntarle a cada hijo cómo le había ido en el día. Y que recuerda sólo tres grandes enojos de su padre, el peor cuando ella, adolescente, lo empujó vestido a la pileta y casi lo hace caer sobre otros de sus hermanos. “Creo que él ya estaba enfermo. Me gritó y me ofendí tanto que al rato vino a pedirme perdón por el modo en que había reaccionado”, dice. En la vida de cualquier dirigente, la rectificación de un error doméstico aparece como un detalle irrelevante; en la de Shaw, expone la paradoja que la funda: lo más resonante lo construyó en silencio.


Un artículo de Francisco Olivera para La Nación, publicado el jueves 18 de febrero de 2021.

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