El sabio cardenal argentino experto en Biblia, Jorge María Mejía, expresó en la misa de apertura de la causa de su canonización: “Lo extraordinario de Enrique era lo ordinario, lo ordinario extraordinariamente hecho”.

No es común encontrarnos con empresarios cercanos ya al altar. Pero es buena noticia saber que no está lejos la fecha en que la Iglesia proclame santo a Enrique Shaw, quien nació en París en 1921 y era hijo de Sara Tornquist y Alejandro Shaw. Dos años más tarde volvieron a nuestro país. Por tanto, su vida es “argentina”. Enrique fue alumno del Colegio La Salle e ingresó luego en la Armada. En 1943 se casó con Cecilia Bunge y tuvieron nueve hijos. Destinado a los EEUU, en 1945 pidió la baja de la Marina para trabajar en una empresa y conocer la vida de los obreros. Entre otros cargos, fue director de Cristalerías Rigolleau, con 3600 trabajadores. Cabe destacar que en Harvard cursa la carrera de dirigente de empresa, disciplina que lo capacitó para las altas responsabilidades.

La empresa era su casa: allí llevaba a sus hijos y les enseñaba a amar y respetar a los obreros, a quienes conocía por su nombre y se interiorizaba por sus problemas. “Hay que humanizar la fábrica. Para juzgar a un obrero hay que amarlo”, solía decir. 

La autoridad del empresario no surge de la fortuna o el nacimiento, expresaba. Todo empresario debe ser optimista, alegre, inspirador: “No se conoce ningún rezongón que haya logrado mucho. Comprender, si sólo procuráramos comprender, ¡cuánto mejor sería el país!”.

El lucro no era el principal objetivo de su vida. Lejos del “ganar a toda costa” y en desmedro del obrero. Al contrario. Se sabe de muchos obreros que en situaciones familiares de crisis, acudían a “Don Enrique” para encontrar un apoyo o una salida al agobio. Shaw era un cristiano cabal y no escondía la mano cuando la tenía que dar.

En 1952 crea la Asociación de Dirigentes de Empresa (ACDE), de la que fue su primer presidente. Era una “escuela” de enseñanza social de la Iglesia. Hoy, que tanto se insiste en la “empatía”, Shaw pregona el comprender, el ser amable: “Que la gente se sienta cómoda en mi presencia, no discutir sino explicar razonable y mansamente; que todos asocien mi nombre con un buen recuerdo”.

En 1961 Rigolleau se vende a capitales norteamericanos que de inmediato cesantean a 1.200 obreros de la planta de Berazategui. Shaw viaja a los EEUU con la preocupación de las familias que quedaban sin trabajo y en la calle. Propone soluciones, concierta estrategias, es escuchado y finalmente nadie es despedido.

Enfermo de cáncer, al año siguiente su salud se agrava visiblemente. Se necesitaba realizar transfusiones de sangre. Lo hacen saber. En la puerta de hospital eran decenas de obreros de Rigolleau que se ofrecen como donantes. Enrique volvió a la fábrica y en un mensaje final agradeció tal generosidad: “Soy un tipo feliz, porque ahora la sangre que corre por mis venas es sangre obrera; así estoy más identificado con ustedes, a quienes siempre consideré no simples ejecutores, sino también ejecutivos”. Apenas unas semanas después fallecía a los 41 años de edad. Corría el 27 de agosto de 1962. 

Nos deja el sabor de un emprendedor nato, un empresario sensible y generoso, un padre atento y cariñoso con sus hijos, un cristiano discípulo del Maestro con ardor misionero y sensibilidad social, un buen samaritano del obrero.




Un artículo de José Juan García para Diario de Cuyo, publicado el martes 23 de febrero de 2021.

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