Cuentan ejecutivos de buena memoria y misa frecuente que, muchos años antes de que Bergoglio se convirtiera en Francisco , cada vez que le proponían impulsar desde aquí la causa de beatificación de Enrique Shaw -ex directivo de Rigolleau con posibilidades de convertirse en elprimer santo empresario del mundo-, el cardenal contestaba con una broma: es imposible, decía, imaginar un hombre de negocios santo. Tal vez lograron convencerlo porque, finalmente, el Sumo Pontífice decidió iniciar el proceso. Lo dijo en 2015 en una entrevista con la mexicana Televisa. “Estoy llevando adelante la causa de beatificación de un rico empresario argentino, Enrique Shaw, que era rico, pero era santo.”

Ese “pero” no es sólo atribuible a Bergoglio. Expresa una larga historia de advertencias de la Iglesia Católica hacia la relación del hombre con la riqueza, dialéctica que ha desencadenado innumerables contradicciones, análisis, doctrinas y que, tal vez, nunca haya quedado del todo resuelta.

El Papa volvió sacudir las conciencias de los feligreses empresarios el miércoles en Roma cuando, en solidaridad con empleados de la cadena televisiva Sky Italia que protestan por despidos y se niegan a trasladarse a Milán en un plan de reestructuración, afirmó: “Quien por maniobras económicas, por hacer negociados no del todo claros, cierra fábricas, empresas o saca trabajo a los hombres, esta persona hace un pecado gravísimo”.

Era inevitable que provocara revuelo en el mundo corporativo. ¿Estaba agregando un nuevo pecado a las tablas de Moisés? ¿Coincide con Sergio Massa en que hay que prohibir los despidos? ¿Debería un empleador atarse para siempre a un contrato laboral incluso si cayeran sus ingresos o peligrara la continuidad de la compañía? ¿O esa rigidez podría tener un efecto contrario, disuadirlo a no tomar jamás un trabajador? “Las empresas respiran, toman y sacan gente, eso es fisiológico. De otra manera, se pudre todo el sistema”, dijo a este diario al enterarse el propietario de un gran grupo industrial. “Lo que dice el Papa es cierto -razonó otro-. La pregunta es quién quita el trabajo. ¿El empresario al que no le dan los números? ¿El Estado que pone muchos impuestos? ¿O la gente que quiere cada vez más servicios del Estado, o que hace un juicio y voltea una empresa, o jubilarse 30 años antes de morirse, o que la obra social le pague la cirugía estética?”

Desde los tiempos en que Cristo fue interpelado sobre el impuesto al César, la Iglesia ha sido protagonista de innumerables discusiones al respecto. En noviembre de 1993, Juan Pablo II incomodó a Occidente con una respuesta que le dio a Yas Gawronsky en una entrevista para La Stampa: “Era legítimo combatir el sistema totalitario, injusto, que se definía socialista o comunista. Pero también hay que reconocer, con el papa León XIII, que hay semillas de verdad incluso en el programa socialista. Es obvio que estas semillas no deben perderse”. El asunto se debatió también aquí. “Yo no creo eso -le contestó entonces Carlos Menem-. El marxismo sólo dejó hambre, miseria y guerra.”

Bergoglio parece decidido a retomar el viejo contrapunto. Ya en octubre, durante el III Encuentro Mundial de Movimientos Populares, había sido duro con las injusticias del sistema capitalista. Argentinos que estuvieron allí vieron en un momento a Pepe Mujica darse vuelta, sonriendo hacia la fila de atrás: “Che, pero este viejo es más comunista que yo!”, dijo.

Los papas han tratado estas cuestiones según los tiempos y las ideologías imperantes. En 1891, en la encíclica Rerum Novarum, León XIII se adelantó a los efectos de un socialismo por entonces sólo intelectual con una enérgica defensa de la propiedad privada, principio al que definió como “conforme a la naturaleza”. Allí plantea que una eventual pérdida de la iniciativa personal, como propone el colectivismo, podría provocar no sólo el aburguesamiento del hombre, sino el agotamiento de los recursos. “Quitado el estímulo al ingenio y a la habilidad de los individuos, necesariamente vendrían a secarse las mismas fuentes de las riquezas, y esa igualdad con que sueñan no será ciertamente otra cosa que una general situación, por igual miserable y abyecta, de todos los hombres sin excepción alguna”, escribió. El 1° de mayo de 1991, con el Muro de Berlín recién derribado, Juan Pablo II volvió a sorprender con la encíclica Centesimus Annus. “Da la impresión de que, tanto a nivel de naciones como de relaciones internacionales, el libre mercado es el instrumento más eficaz para colocar los recursos y responder eficazmente a las necesidades”, dice allí, aunque advierte sobre la marginalidad de aquellos sectores que quedan fuera del mercado, para los que reclama atención “en nombre de la Justicia”.

En “Laudato Si” (2015), Francisco agrega la recomendación de no destruir el planeta con la metáfora del “cuidado de la casa común”. Dice que existe una “deuda ecológica” del norte para con el sur generada por el uso abusivo de los recursos naturales, responsabiliza a los países desarrollados de haber provocado daño ambiental para alcanzar ese desarrollo y cuestiona los patrones injustos de comercio internacional que implican, afirma, una sobreexplotación de recursos de países pobres para satisfacer necesidades de las economías centrales.

Hay que interpretar las declaraciones de esta semana a la luz de otra de sus inquietudes, que es la precarización del trabajo, principalmente en Europa. Ese deterioro, dice Bergoglio a sus confidentes, pone en juego el sistema de jubilaciones en un continente de población envejecida. No debería sorprender entonces que, si es cierto que ha decidido avanzar con la beatificación de Shaw, empiecen en los próximos años a hacerse públicas las prácticas con que el ex Rigolleau sorprendió incluso a sindicalistas de su tiempo, la década del 50. En su libro La empresacomunidad de vida y relaciones humanasel ejemplar caso de Enrique Shaw, Mónica Aranda Baulero cuenta el modo en que el directivo resolvió dilemas corporativos complejos como, por ejemplo, el cierre de la sección de carpintería, área que se encargaba de fabricar pallets y cajones para botellas y que ponía en juego la salud económica de la compañía. Era indudable que resultaba más barato comprarles a proveedores externos, pero Shaw encontró una salida: arregló con los empleados el despido, pero les dio un préstamo para que montaran una cooperativa y los ayudó a comprar un terreno frente a la fábrica. Serían ellos, mediante un contrato de exclusividad, los que venderían cajones y pallets a Rigolleau a precio de mercado. La decisión fue un éxito: la fábrica bajó los costos y los obreros, ya convertidos en propietarios, mejoraron sus ingresos.

Años después, cuando Corning Glass Works, accionista norteamericano de la firma, ordenó echar a 120 personas, volvió a encontrarse con las objeciones de Shaw, que esta vez fue menos creativo: viajó a los Estados Unidos, le entregó al directorio una carta que decía que dejaría el cargo si se hacían los despidos y distribuyó el texto entre todo el personal. Tenía 40 años y un cáncer avanzado. La enfermedad, que terminó con su vida un año después, le dio la oportunidad de recibir el reconocimiento de los trabajadores, que acudieron en masa a donar sangre. No está mal como metáfora para un cristiano.

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Fuente: Francisco Olivera, Diario La Nación